(Sermón 10 sobre la Cuaresma, 3-5: PL 54, 299-301)
Dice el Señor en el evangelio de Juan: La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros; y en la carta del mismo apóstol se puede leer: Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios.
Que los fieles abran de par en par sus mentes y traten de penetrar, con un examen verídico, los afectos de su corazón; si llegan a encontrar alguno de los frutos de la caridad escondido en sus conciencias, no duden de que tienen a Dios consigo, y, a fin de hacerse más capaces de acoger a tan excelso huésped, no dejen de multiplicar las obras de una misericordia perseverante.
Pues, si Dios es amor, la caridad no puede tener fronteras, ya que la Divinidad no admite verse encerrada por ningún término.
Los presentes días, queridísimos hermanos, son especialmente indicados para ejercitarse en la caridad —por más que no hay tiempo que no sea a propósito para ello—, quienes desean celebrar la Pascua del Señor con el cuerpo y el alma santificados deben poner especial empeño en conseguir, sobre todo, esta caridad, porque en ella se halla contenida la suma de todas las virtudes y con ella se cubre la muchedumbre de los pecados.
Por esto, al disponernos a celebrar aquel misterio que es el más eminente, con el que la sangre de Jesucristo borró nuestras iniquidades, comencemos por preparar ofrendas de misericordia, para conceder, por nuestra parte, a quienes pecaron contra nosotros lo que la bondad de Dios nos concedió a nosotros.
La largueza ha de extenderse ahora, con mayor benignidad, hacia los pobres y los impedidos por diversas debilidades, para que el agradecimiento a Dios brote de muchas bocas, y nuestros ayunos sirvan de sustento a los menesterosos. La devoción que más agrada a Dios es la de preocuparse de sus pobres, y, cuando Dios contempla el ejercicio de la misericordia, reconoce allí inmediatamente una imagen de su piedad. No hay por qué temer la disminución de los propios haberes con esas expensas, ya que la benignidad misma es una gran riqueza, ni puede faltar materia para la largueza allí donde Cristo apacienta y es apacentado. En toda esta faena interviene aquella mano que aumenta el pan cuando lo parte, y lo multiplica cuando lo da.
Quien distribuye limosnas debe sentirse seguro y alegre, porque obtendrá la mayor ganancia cuando se haya quedado con el mínimo, según dice el bienaventurado apóstol Pablo: El que proporciona semilla para sembrar y pan para comer os proporcionará y aumentará la semilla, y multiplicará la cosecha de vuestra justicia en Cristo Jesús, Señor nuestro, que vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.
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