¡DÉJATE AMAR POR DIOS!

¡Dios es EL AMOR! ¡Dios es LA LUZ! ¡Dios es LA BONDAD! El Bien infinito sin mezcla alguna de mal. La Perfección infinita exenta de impureza alguna. ¡Dios es LA JUSTICIA! ¡Dios es LA MISERICORDIA! Dios es Único e Indivisible, Increado. Su Infinitud lo llena todo, sin dejar espacio alguno para nada ni nadie. Todo lo que existe ha sido creado por Él y para Él y está en Él, como lo está el feto en el vientre de la madre. Todo lo que existe lo es por puro Amor de Dios, que lo mantiene como la madre alimenta al feto con su sangre.

Todo ser creado mantiene la vida por pura gratuidad de Dios, que no cesa jamás su acción creadora, pues caso de hacerlo todo volvería a la nada, ya que es atemporal y por ello es imposible que cese lo que emprende.

El ser humano, creado “a su imagen y semejanza”, por el Verbo que se hizo Hombre, tiene la semilla de Dios en su alma, pero en un cuerpo manchado por la acción pecadora de sus primeros padres, cuyo pecado original le acompañará, implacable, de generación en generación, con la excepción única y virginal de la Inmaculada Madre de Dios, Nuestra Señora.

El pobre hombre, mendigo en su destierro, nada tiene de bueno por sí, pues su tendencia es al mal, sino todo lo que por Gracia de Dios recibe, que es infinito. Como la tierra se empapa del agua de lluvia constante que la humedece más y más, así el hombre, creado del barro, ha de dejarse impregnar por la Gracia de Dios para exudar de sí el mal que le es propio. El hombre no debe ser semejante a la roca, pues la Gracia de Dios le resbalaría sin poder empaparle, y el mal permanecería en él.

Dios, que es Inmutable, no cesa de Amar al hombre, y le pone como primer mandamiento que también él le ame, y como segundo que ame todo lo creado. Pero, ¿cómo un mendigo puede dar lo que no tiene? La respuesta nos la da nuestra Madre, la Inmaculada Virgen María: Ella es un espejo purísimo, sin mancha ni defecto alguno, que refleja constantemente el continuo Amor que recibe de Dios “tal cual: sin merma alguna”, por lo que ama a Dios con el mismo Amor que de Él recibe. Por ende, cada vez que nos mira nuestra Madre Santísima nos ama con el mismo Amor de Dios, pues lo refleja hacia nosotros.

Nuestro espejo es burdo, está deteriorado y sucio, por lo que reflejamos imperfectamente el Amor que recibimos de Dios. Nuestra misión no es otra que “arreglar” ese espejo, “limpiarlo”, “lustrarlo”, “pulirlo”, conseguir que sus reflejos sean lo más perfectos posibles para que, al mirar a Dios, le devolvamos su Amor con la menor merma; y para que cuando miremos en nuestro derredor lo reflejemos a todos y a todo, cumpliendo así su mandato. Afortunadamente, tenemos el “limpiacristales abrillantador” en la Gracia que, de continuo, recibimos de Dios. ¡Imitemos a María!¡Déjate Amar por Dios!

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