Del modo cómo se practica el sagrado reposo del alma recogida en su Amado



Del Tratado del amor de Dios, de san Francisco de Sales, Obispo.
(Libro sexto, capítulo IX)


¿No has contemplado alguna vez, oh Teótimo, el ardor con que los pequeñuelos se juntan al pecho de sus madres, cuando tienen hambre? Véseles murmurar dulcemente, apretar y oprimir el pecho con la boca, extrayendo tan ávidamente la leche, que hasta llegan a causar dolor a sus madres. Mas después que el frescor de la leche ha calmado un poco el calor apetitoso de sus pechecitos, y que los agradables vapores que envían a su cerebro comienzan a adormecerlos, los verás, oh Teótimo, cerrar encantadoramente sus ojitos y ceder poco a poco al sueño, sin dejar, sin embargo, el pecho de la madre, sobre el cual no hacen ninguna otra cosa que un pequeño y casi insensible movimiento con sus labios, mediante el cual atraen continuamente la leche, que tragan de un modo imperceptible.

Y esto lo hacen sin pensar en ello, mas no, ciertamente, sin placer, porque si se les quita el pecho antes que un sueño profundo los haya completamente rendido, despiértanse y lloran amargamente, mostrando de este modo la dulzura que experimentaban.

Pues de igual modo sucede con el alma que está en reposo y quietud delante de Dios; porque ella gusta de manera casi insensible la dulzura de su presencia, sin discurrir, sin obrar y sin hacer cosa alguna por ninguna de sus facultades, sino por la sola extremidad o parte más elevada de la voluntad, que ella mueve dulce y casi imperceptiblemente, como la boca por donde se comunica el deleite y la hartura insensible que recibe en gozar de la presencia divina. Y si se la incomoda o molesta, por parecer que está dormida, muestra entonces muy claramente que, aunque duerme para todas las demás cosas, no duerme, sin embargo, para ésta; porque ella percibe el mal de esta separación y se disgusta de ello, mostrando de este modo el placer que tenía, aunque sin advertirlo, en el bien que poseía. La bienaventurada Madre Teresa de Jesús (1) encontraba esta semejanza muy a propósito, por lo que yo he querido así declararla.

Mas ¿por qué, oh Teótimo, necesitaría moverse y desasosegarse el alma recogida en Dios? ¿No tiene ella motivo para aquietarse y permanecer en reposo? Porque ¿qué buscaría, habiendo encontrado ya a Aquel que buscaba? Y, por tanto, ¿qué le resta sino decir: Encontré a mi Amado, asíle y no le soltaré? (Cant., 3, 4). No tiene ya necesidad de entretenerse en discurrir con el entendimiento, porque ve presente, con una tan dulce vista, a su Esposo, que los discursos serían inútiles y superfluos. Y si no le ve por el entendimiento, no se apena ni toma cuidado por ello, contentándose con sentirle cerca de sí por la alegría y satisfacción que la voluntad recibe.

Cuando la Madre de Dios, nuestra Señora, encontrábase embarazada, no veía a su divino Hijo; mas sintiéndole en sus sacratísimas entrañas, ¡qué contento experimentaba! Y Santa Isabel, ¿no gozó igualmente en un grado admirable de los frutos de la divina presencia del Salvador, sin verle, al recibir la santa visita de la Madre de Dios y Señora nuestra?

El alma tampoco tiene necesidad, en este reposo, de la memoria, porque tiene presente a su Amante; no tiene, igualmente, necesidad de la imaginación, porque ¿qué necesidad hay de representarse en imagen, sea exterior, sea interior, a Aquel de cuya presencia se goza? De suerte que es, finalmente, la sola voluntad quien atrae dulcemente la suave leche de esta divina presencia, permaneciendo lo restante del alma en quietud con ella, por la suavidad del placer que recibe.

El vino enmelado sirve, no solamente para atraer y hacer volver a las abejas a la colmena, sino también para apaciguarlas. Porque, cuando mueven sediciones y revueltas entre sí, matándose y destruyéndose las unas a las otras, el colmenero no tiene mejor remedio que lanzar en medio de esta multitud alborotada vino enmelado, pues no bien sienten las abejas este suave y agradable olor, se sosiegan, y atraídas y engolosinadas con el goce de esta dulzura, quedan quietas y tranquilas.

¡Oh Dios mío!, cuando por vuestra dulce presencia arrojáis en nuestros corazones los olorosos perfumes que alegran más que el vino delicioso (Cant., 4, 10) y que la miel, entonces todas las potencias de nuestras almas entran en un agradable reposo, con un aquietamiento tan perfecto, que no subsiste en ellas ningún otro sentimiento que el de la voluntad, la cual, como olfato espiritual, queda dulcemente aficionada y empeñada en sentir, sin advertirlo, el bien incomparable de la presencia divina.
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(1) Camino de perfección, c. 32.

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