El amor a Cristo



De las obras de san Alfonso María de Ligorio, obispo (Tratado sobre la práctica del amor a Jesucristo, edición latina, Roma 1909, pp. 9-14)

Toda la santidad y la perfección del alma consiste en el amor a Jesucristo, nuestro Dios, nuestro sumo bien y nuestro redentor. La caridad es la que da unidad y consistencia a todas las virtudes que hacen al hombre perfecto.

¿Por ventura Dios no merece todo nuestro amor? El nos ha amado desde toda la eternidad. “Considera, oh hombre —así nos habla—, que yo he sido el primero en amarte. Aún no habías nacido, ni siquiera existía el mundo, y yo ya te amaba. Desde que existo, yo te amo.”

Dios, sabiendo que al hombre se lo gana con beneficios, quiso llenarlo de dones para que se sintiera obligado a amarlo: “Quiero atraer a los hombres a mi amor con los mismos lazos con que habitualmente se dejan seducir: con los vínculos del amor.” Y éste es el motivo de todos los dones que concedió al hombre. Además de haberle dado un alma dotada, a imagen suya, de memoria, entendimiento y voluntad, y un cuerpo con sus sentidos, no contento con esto, creó, en beneficio suyo, el cielo y la tierra y tanta abundancia de cosas, y todo ello por amor al hombre, para que todas aquellas criaturas estuvieran al servicio del hombre, y así el hombre lo amara a él en atención a tantos beneficios.

Y no sólo quiso darnos aquellas criaturas, con toda su hermosura, sino que además, con el objeto de conquistarse nuestro amor, llegó al extremo de darse a sí mismo por entero a nosotros. El Padre eterno llegó a darnos a su Hijo único. Viendo que todos nosotros estábamos muertos por el pecado y privados de su gracia, ¿qué es lo que hizo? Llevado por su amor inmenso, mejor aún, excesivo, como dice el Apóstol, nos envió a su Hijo amado para satisfacer por nuestros pecados y para restituirnos a la vida, que habíamos perdido por el pecado.

Dándonos al Hijo, al que no perdonó, para perdonarnos a nosotros, nos dio con él todo bien: la gracia, la caridad y el paraíso, ya que todas estas cosas son ciertamente menos que el Hijo: El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él?

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