¡Yo tengo que hablar con Jesús!
Fuente: Catholic.net
Autor: Pedro García, Misionero Claretiano
Un Papa y un Doctor de la Iglesia como San Gregorio Magno decía que le daban ganas de llorar cada vez que leía en el Evangelio la historia de la prostituta del lago. Una pobrecita que había caído muy hondo, pero que era una estupenda mujer y ha sabido ganarse los corazones a puñados... Es Lucas quien nos cuenta en su Evangelio la escena conmovedora.
Jesús predica por todos los pueblos que rodean el lago de Genesaret. Entre los que le escuchan, se mete una mujer pecadora, y pecadora en aquel entonces era la que se había tirado a la calle... Todos la conocen, y los fariseos la desprecian. Por eso va a ser hoy grande el escándalo cuando la vean hacer lo que ella trama en sus adentros. Oye a Jesús. Se enternece. Adivina en el Maestro de Nazaret a alguien que es más que un profeta. La fe y el amor la están empujando misteriosamente.
Y al fin, se decide a hacer lo que le inspira un secreto amor al que ya considera su Salvador:
- ¡Yo tengo que hablar con Jesús! ¡Éste es el Enviado de Dios que esperamos, y Él puede hacerme acabar con esta mi vida tan miserable! ¡A ver dónde y cómo me puedo llegar hasta Jesús!...
Y ve que el importante fariseo Simón se acerca a Jesús, le invita a comer en su casa, y que Jesús acepta de buen grado.
- ¡Esta es la mía! A casa de Simón que voy, aunque me maten esos santurrones de los fariseos.
Y a mitad del convite se presenta en la puerta del festín. Lleva escondido en un pañuelo de lino un frasco de perfume costoso en el que ha echado los ahorros de su vida. La inmundicia del pecado se va a convertir en aroma de cielo.
Observa dónde está recostado Jesús, se acerca por detrás, no dice una palabra, rompe a llorar, quiebra el pomo de alabastro, lo derrama sobre los pies de Jesús, se suelta su larga cabellera y empieza a enjugar los pies divinos del Maestro. Los pensamientos de todos vuelan demasiado lejos y son temerarios y malos de verdad. Empezando por los del dueño, como nos refiere el Evangelio:
- Si este Jesús fuera el profeta que dicen, sabría bien quién es la mujer que le está tocando: ¡una pecadora! Lo he invitado para conocerlo de cerca, y qué bien que me ha salido la prueba. ¡Este Jesús no es ningún profeta!...
Pero ahora Jesús le va a demostrar que es un profeta de verdad.
- Oye, Simón, tengo que proponerte una cuestión.
- ¡Dí, Maestro, dí!
- Mira, un acreedor tenía dos deudores. El uno le debía como cincuenta dólares y el otro quinientos. Como ni uno ni otro tenían con qué pagarle, les perdonó la deuda a los dos. ¿Quién crees tú que le querrá más y le estará más agradecido?
- ¡Toma! Pues el de los quinientos. Eso es claro.
- ¡Muy bien pensado!
Pero aquí le esperaba Jesús para sacarle todo a relucir.
- ¿Ves esta mujer? Al llegar a tu casa no me has lavado los pies, polvorientos del camino, y ella me los ha lavado con lágrimas y enjugado con sus cabellos.
Cuando yo he entrado aquí, no me has saludado con el beso de paz, mientras que ésta, desde que ha entrado, no ha dejado de besar mis pies. Tú no me has ungido la cabeza como a huésped invitado, mientras que ella ha derramado todo el perfume sobre mis pies.
Jesús le va sacando al anfitrión todas las faltas de educación que ha cometido --todos esos detalles que no faltan con cualquier invitado distinguido-- y ahora le añade esas palabras que han arrancado después tanto amor y tanta generosidad de muchos corazones:
- Por eso te digo: se le perdonan todos sus muchos pecados porque me ha amado mucho.
Y volviéndose a la mujer, que no ha dicho una palabra, pero que le ha abierto y dado todo su hermoso corazón:
- Mujer, tu fe te ha salvado, ¡vete en paz!...
Un perdón incondicional, preparado por la fe, producido por el amor, y confirmado por Dios con una paz inmensa.
Esto es lo que resalta de manera tan deslumbrante en este pasaje de la pecadora, uno de los más bellos y enternecedores de todo el Evangelio: el valor inmenso del amor.
La pobre prostituta trae muchas culpas encima, pero trae mucho más amor que pecados. Y las infidelidades no significan nada en el corazón que ama. Lo malo es que no haya amor, pues entonces no hay nada que hacer, ya que el corazón frío no se rinde nunca.
Por otra parte, esas culpas se echan en el Corazón de Cristo, lo cual es arrojar una gota de agua en una ardiente hoguera.
Hay pasajes del Evangelio que es mejor escucharlos y no comentarlos, si no queremos echarlos a perder. Y éste es uno de ellos, y como pocos. Sólo su recuerdo es la mejor lección. Al fin y al cabo, ésta es la única penitencia que pone Jesús a los pecadores que se acercan a Él, preguntarles como a Pedro después de sus estrepitosas negaciones:
- ¿Me amas? ¿Sí?... Pues, tengo bastante. De lo demás, no te preocupes...
Éste es Jesús. Éste es nuestro Jesús. ¿A qué podemos tener miedo?...
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